Era un día aburrido de esos con lluvia y películas cutres en la televisión y no me apetecía nada acurrucarme en mi sofá, después de tanto tiempo encerrado en casa, ¿ qué mejor que una prisión abandonada para tener un poco de libertad?
Terminé de vestirme y me miré al espejo; sudadera oscura , vaqueros destrozados y zapatillas cómodas para hacer urbex. Después de tantas semanas de estrés necesitaba alejarme un poco del silencio de mi piso y de la rutina diaria.
Buscando en mi mapa encontré la prisión de la cúpula, desde hacía tiempo quería volver a verla, pero esta vez el acceso no sería tan fácil ya que habían tapiado casi todas las entradas y la única posible era a prueba de un contorsionista.
Siempre me gustaron las películas sobre las cárceles y los típicos roles de ellas; el que ha sido encarcelado por error, el chivato siempre protegido por los guardias de la prisión ,el matón a quien todos miran con miedo que impone su liderazgo, el preso que consigue cosas a quien todos deben un «favor», el alcaide que lleva su mando con mano de hierro y, por supuesto, las fugas.
Si estar confinados en nuestra propia casa durante la cuarentena nos afectó a todos, en el caso de los reclusos debía de ser una auténtica locura, me imaginaba a cientos de presos confinados en pequeñas celdas donde la ley que manda es la del más fuerte.
Descubriendo el interior
Allí estaba, dentro de esos muros casi infranqueables. En el centro había una zona que dividía todo, presidida por una gran cúpula que te hacía elevar los ojos casi hasta el infinito, a los lados los pabellones de los presos. Lo que más nos llamó la atención fueron las celdas de máxima seguridad, que tenían una reja detrás de la puerta con un hueco para dejar la comida y su tamaño era considerablemente más pequeño que el resto de las otras.
Según cuenta la historia, en esta cárcel hacia tanto frío por la noche que a los reclusos les castigaban quitándoles las mantas y tenían que cubrir sus pies con papel higiénico.
En el frente, la capilla y lo que parecían las salas de lectura o comunes. En la parte baja estaban las duchas, el gimnasio y los comedores (todavía se conservaba parte del mobiliario de la cocina como los fogones).
Observando toda la cárcel tenía los mismos sentimientos contradictorios que en cada sitio abandonado, una mezcla extraña de admiración y tristeza.
Ciertas áreas de la prisión todavía conservaban sus celdas prácticamente intactas, aunque la gran mayoría habían sido pasto de hurtos y vandalizaciones, pero el alambre de espino y los grandes muros no habían cedido al paso del tiempo.
Y sin más, nos pusimos nuestros disfraces de presos para empezar a hacer la sesión fotográfica. Sin apenas darnos cuenta, estábamos viviendo fugazmente un pedazo de historia siendo por unas horas uno más de esa cárcel.
Juan Pablo Martín
Explorador de Salamanca, amante de la fotografía y los sitios abandonados
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